Por Carlos Fanjul
“Como decía Helder Cámara, el que sueña solo, se queda en su sueño. Pero si se anima a compartir sus sueños, comienza a hacerlos realidad. Sólo juntando nuestros sueños lograremos transformar al mundo. Si nos dividimos entre los que creemos en el cielo y los que no, vamos a perder la tierra. Y además no habrá ninguna posibilidad de llegar al paraíso si no hacemos todo lo posible para que ese cielo ya se viva acá en la tierra. La única manera de abrir sus puertas es empezar a construirlo desde hoy”.CC
Cuando en agosto de 2004 sumó sus fuerzas y su prestigio a los de Estela de Carlotto y Adolfo Fito Aguirre para convocar a la creación del Foro por los Derechos de la Niñez, la Adolescencia y la Juventud, Carlos Cajade sintió por primera vez, después de muchos años, que estaba amarrando su barco a un puerto seguro.
Un puerto que, la actualidad nos demuestra, no hubiera sido el definitivo, pero que significó para su larga vida de lucha –que sin saberlo estaba cerca de apagarse– el primer mojón de construcción colectiva que lo contenía como protagonista principal, pero que lo excedía largamente a la hora de la multiplicidad de actores que deben garantizar la existencia de derechos para los pibes y pibas más desprotegidos de la sociedad.
Carlitos, o simplemente el cura, venía peleando desde hacía dos décadas por edificar un mundo de justicia y libertad para los chicos más vulnerables de la Argentina. Y lo había hecho, demasiadas veces, en medio de una soledad paralizante que, en él, solo había servido para motorizarse aún más.
Desde aquella Nochebuena del ’84, cuando seis pibes de la calle lo metieron en cuerpo y alma en el lodo más profundo de la desigualdad social, su vida estaba únicamente orientada a transformar una realidad impiadosa y que, pocos años después, iba a virar lisa y llanamente a lo criminal.
El menemismo consiguió en los ’90, algo que los milicos jamás pudieron: nos ganó la batalla cultural. Consiguió que se entendiera al mundo y a nuestra sociedad como un partido de fútbol en el que había ganadores y perdedores, exitosos y fracasados, gente digna de progresos y otra condenada a la última de las miserias, vivos y boludos. Y algo peor: que todo eso se naturalizara.
Esa onda de vivezas y giladas se metió en las cabezas de la mayor parte de los argentinos. Aunque sea con pequeños ticks después de tanto bombardeo mediático, en el que nos demostraban que había un mundo mejor y que para ingresar en él, o al menos para mantenernos en el más modesto pero digno que nos había tocado, debíamos asumir como lógico que otros tenían que quedarse afuera de todo. Una especie de guerra de todos contra todos, en la que el botín podía ser incluso un plato de comida.
Fue como haber aceptado que para que muchos podamos estar del lado de adentro de la casa, algunos debían dormir en la vereda. Como si se tratara de una vivienda de dimensiones reducidas, con tope máximo de habitantes.
“Me acuerdo que cuando hicimos las primeras marchas para luchar por los niños éramos cinco o diez. Era ridículo, porque apenas parecíamos un grupo de personas cruzando una calle cualquiera. En aquel momento la gente estaba convencida de que era real eso del Primer Mundo que nos quería vender el sinvergüenza de Carlos Menem. Fueron muy difíciles esos primeros tiempos en la ciudad. Un buen día tuvimos la visita de Joan Manuel Serrat a una de nuestras obras; luego nos acompañó en una de las marchas, y, parece mentira, pero eso ayudó mucho para que el resto de la gente, empezara a prestarle atención a nuestros reclamos”.CC
La cabeza de Carlitos tuvo una mirada colectiva desde la propia cuna. Quienes tuvimos el honor de conocerlo desde pibes, sabemos que esa mirada hacia el otro germinaba en su casa familiar de la 122, en Villa Argüello. La casa era de todos. Y para todos. Allí se estudiaba. Allí se terminaba estando en el cumpleaños de cualquier miembro. Allí se trabajaba para el barrio. Allí se compartía el problema de los vecinos como si fuera el propio. Nunca conocí un lugar igual. Con tanta amistad para repartir. Con tanto amor para los demás.
Con esa impronta de humanidad, que partía de mamá Lilia y que compartía con sus hermanos José, Raúl, Mario y Teresa, Carlitos siempre había sabido que su todavía pequeña organización social debía interrelacionarse con otros, para que la pelea sea menos desigual.
Con su amigo de toda la vida, Alberto Morlachetti, habían empezado a instalar la idea de un movimiento social en defensa de los chicos, y, en 1987 en una humilde capilla de Florencio Varela, habían decidido fundar el Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo. De todas maneras, la lucha seguía siendo en soledad para cada una de las organizaciones dedicadas a la niñez, por cuanto los habitantes del poder político manejaban los móviles último modelo que llevaban al país hacia el Primer Mundo, y la sociedad se dejaba conducir contenta, aunque sea en los asientos de segunda clase, ubicados cerca del balde y la escoba.
Eso a Carlitos no lo detenía. Él sabía desde mucho antes de protestas públicas. Cuando buscaba las tierras para edificar su Hogar, le plantó los pibes al gobernador radical Alejandro Armendáriz, y de allí se llevó la firma para acceder al terreno de la 643, donde una casa vieja y una pequeña capillita le servía para ofrecerle a Sandro, Margarita, Fernando, Beto, Miguelito, Lidia y los demás, un pequeño paraíso distinto. Lleno de cuidados y de un calorcito dulce que desconocían.
“Yo soy hijo de una generación, la de los 30 mil desaparecidos, que tenía la cuestión de la conciencia social en su más profunda naturaleza. El ideal de esa generación era reivindicar las luchas por la liberación de los pueblos”.CC
Cajade había sido capellán del Instituto Servente y conocía del ‘patronato’ y del encierro. Imbuido de los formatos de las casas italianas o los movimientos colombianos, comenzó a darle forma a algo diferente a lo conocido en la Argentina: casitas con olor a familia, con papa y con mamá. Con libres espacios verdes y puertas abiertas para ir a la escuela o a jugar con otros pibes y pibas del barrio.
Nunca había sido silencioso ni poco frontal. Siempre aparecía en cualquier manifestación pública que involucrara a los pibes. De sus derechos hablaba en las misas, en los pocos medios que lo querían escuchar, o en el grupo de los martes, conformado por los colaboradores más estrechos de su creciente obra, que no paraban de escuchar sus ideas de transformación social.
La gestión en el gobierno de la Provincia de Antonio Caffiero, y en especial el interés por su proyecto que había despertado en Anita, la esposa del mandatario, y en Juan Pablo, uno de sus hijos, le había permitido ser mas escuchados en distintos ambientes políticos y empresariales, y el crecimiento en el número de casitas, le había dado la posibilidad de recibir más cantidad de pibes y pibas de la calle.
Sin embargo, promediando la década menemista, una angustia profunda lo envolvió al curita de los chicos. Una noche, que él mismo recordaba como profundamente triste, entendió que por más casitas que hiciera, si la cuestión de la niñez vulnerada no ganaba las calles, se iba a pasar la vida juntando ladrillos y haciendo crecer su hogar.
“Si vos no hacés un país en el que se les devuelvan los derechos a los padres, nunca les devolverás los derechos a los hijos. Si no recuperás los derechos de los trabajadores, no volverá ese país con infancia que queremos. Por eso también estamos en la CTA, y con toda aquella gente que lucha por la vida”.CC
A partir de allí y hasta el final de sus días, Carlitos no paró de construir en las afueras de su Hogar. Que hasta hoy sigue siendo el símbolo de su Obra, pero que le dejó paso en el interior de su alma y en su accionar diario, a la construcción con el otro y a la pelea a fondo por transformar la realidad, terminar la desigualdad y cumplir su sueño de ‘cerrar la Obra’.
No es casual, entonces, que rápidamente naciera, la Casa del Niño Madre del Pueblo que se fundó en 1996, la Casa de los Bebés en el 97, al igual que la imprenta Grafitos, o la Casa de los Niños Chispita en Los Hornos, que se creó en 1999. Todas patas de su Obra pensadas para batallar directamente en los barrios y para frenar la destrucción de las familias, paso previo a la existencia de pibes y pibas en la calle, y a la llegada de éstos a su Hogar.
Tampoco fue casual que Cajade saliera a buscar su colectivo –su Foro de la Niñez interior-, para dar con fiereza la pelea a fondo que necesitaba dar para derrotar a un sistema que no paraba de ‘fabricar’ habitantes para sus casitas.
A comienzos del ’97, Cajade y Morlachetti pudieron transformar a aquel pequeño grupo de militantes del Movimiento, en un Encuentro de Educadores, que se desarrolló en la ciudad de Mar del Plata, buscando disparar una nueva ilusión de la vida.
Allí conoció a Hugo “Cachorro” Godoy, junto a quien comenzó a articular un colectivo muchísimo más grande y diverso. Cachorro recuerda, así aquel cruce: “Yo ya sabía de su trabajo en La Plata y de su pelea en soledad, pero allí pude encontrar más a fondo a la persona y al militante. Desde ese instante, junto a Carlitos y a Alberto Morlachetti no paramos de construir espacios y de sacar hacia afuera la lucha por los pibes y pibas. En poco tiempo más, cuando la CTA recibió la inscripción gremial y fue a elecciones de autoridades, Carlitos ocupó en nuestra lista provincial la primera Secretaría de Derechos Humanos, y Alberto hizo lo propio en la lista nacional, al lado de Víctor De Gennaro”.
“El tema de la niñez define el país que queremos. A mí no me importa si quedo bien o si quedo mal con nadie, salvo con ellos, los pibes que menos tienen. ¡¡¡El que le haga mal a la Negri, y a esa hermosa sonrisa que ilumina mi casa, me hace mal a mí!!!
Es decir que, las decisiones que se tomen en contra de ella, las tomarán enemigos míos ¡¡¡Y las decisiones que se tomen a favor de ella, la tomarán amigos míos!!!
Así de fácil tengo dividida a la vida y al país. Yo ya no dividido por ideas políticas, ni por instituciones; ¡ni siquiera por la Iglesia, a la que represento! La línea es muy sencilla de seguir: acompañaré a aquellos que estén jugados por lo humano, y combatiré a aquellos que no lo estén”.CC
Contenido por otra legión de militantes, con quienes soñaba el mismo país, Cajade no paró de ser protagonista principal de una serie de hechos que lograron romper el cerco informativo, y pusieron masivamente en la calle la creciente desigualdad social.
Ocupó las primeras columnas de la Marcha Grande que en agosto de 2000 recorrió desde Rosario a la capital federal, y fue activo generador de la Consulta Popular del Frenapo en diciembre de 2001, que le proponía al pueblo la Asignación Universal a cada chico menor de 18 años, y un seguro de empleo y formación a cada adulto sin trabajo, entre otras medidas que alteraran en 180 grados la distribución de la riqueza.
En la misma dirección llegaron la primera Marcha Nacional de los Chicos del Pueblo en 2001, desde La Quiaca; la segunda que partió al año siguiente desde Misiones, y la tercera que se realizó en junio de 2005, desde Tucumán, todas hasta la Ciudad de Buenos Aires.
Mientras marchaba desde Tucumán y, tras recorrer nueve provincias con sus chicos, ocupaba un lugar en un palco montado en Plaza de Mayo, Cajade no sabía que su vida se iba a extinguir vertiginosamente en poco más de 100 días.
Sí sabía, en cambio, que esa bandera de fondo con la inscripción “El hambre es un crimen”, pasaba a ser un mensaje de una crudeza profunda para todos los tiempos. Los que ya pasaron desde su muerte, y los que todavía faltan por llegar.
También sabía que la ley 13.298 del Sistema de Promoción y Protección de Derechos del Niño que inspiró y que el Foro motorizó, solo iba a tener incidencia concreta en la manera de abordar el drama de los chicos de la calle, cuando los hombres y mujeres de la sociedad se decidan a navegar en serio por las aguas de la transformación social, la justicia y la igualdad.
Igual estaba tranquilo al saber que, mientras tanto, tenía en el Foro por los Derechos de la Niñez, la Adolescencia y la Juventud, y en todo el colectivo restante que había protagonizado, el puerto seguro que buscaba para atracar.
“Mi gran ilusión es que los chicos ya no tengan que vivir en nuestros hogares ni alimentarse en nuestros comedores. La verdadera meta es que puedan volver a compartir el pan que sus padres ganaron con sus propias manos sentados frente a la mesa de sus propias casas. Ese día, obras como la nuestra ya no harán falta. Pero está claro que eso no se podrá, mientras no logremos reconstruir un país con pan y con trabajo”.