Por Daniel Badenes | La Pulseada |
Jóvenes y pobres, entre el desamparo y la justicia
Todos deberíamos tener salud, educación, alimentación sana y vivienda digna. Los pibes deberían ser sobreprotegidos: como más de una vez se dijo y acaso alguna vez se intentó, deberían ser los únicos privilegiados. Todo eso según la letra de los pactos de derechos humanos, que contradicen a la realidad y a la avanzada de propuestas que criminalizan a la pobreza. Inmersos en esa tensión, las organizaciones sociales y algunos abogados-militantes buscan en los tribunales que el Estado cumpla sus promesas. Como trasfondo, un debate entre distintas formas de Justicia.
1. “…Asimismo les mando buena cárcel en el dicho pueblo con cepos y grillos, de manera que los delincuentes no se vayan de ella”. El texto de la ordenanza, firmada por Cristóbal de Axcoeta, data de 1573 y es el origen de la prisión entre los mayas. Pues aquí mismo, en la América de venas abiertas, el castigo que todos conocemos y muchos reclaman endurecer, no existió desde el origen de los tiempos. Es una pesada herencia de la Colonia; es decir, llegó de la mano de la autodenominada “civilización”. Fue a mediados del siglo XVI, mientras se consolidaba la invasión española, cuando una Cédula Real ordenó que hubiese “cárcel en cada pueblo para los malhechores”. Ahora hay prisiones aquí, allá, y no paran de construirlas. Sólo en la Provincia de Buenos Aires unas 30.000 personas sobreviven en el encierro. Son jóvenes y pobres. No están ahí por fraudes empresarios o desfalcos en el Estado, sino por hechos menores, delitos contra la propiedad que la mayoría de las veces ni siquiera llegaron a probarse en un juicio. Y así, inocentes, quedan librados a su suerte entre la violencia, la corrupción y unas condiciones de vida inadmisibles. Adentro y afuera, todos saben que esa vida no resocializa a nadie. Pero muchos los quieren adentro. Cuanto más chicos, mejor. Y no les tiembla la voz cuando piden “que los delincuentes se pudran en la cárcel”.
2. “Desde hace varios años, sobre todo en vísperas de cada elección, los candidatos, temerosos en sus campañas, evocan la cuestión de la inseguridad y prometen más policía a cambio de votos (…) La lucha contra el delito y contra las incivilidades se ha convertido en la vidriera de la política”. Así comienza el capítulo dedicado a la violencia policial del Manual de Derechos Humanos para Organizaciones Sociales. Se trata de una flamante publicación realizada por un grupo de universitarios como corolario de un “proyecto de extensión” que lleva varios años trabajando con las organizaciones de desocupados que viven esa violencia día a día y en carne propia. La idea del Manual es simple: aún dentro del derecho liberal que tiene como eje al individuo aislado, nuestros gobiernos han firmado decenas de tratados que garantizan derechos políticos, económicos, sociales y culturales a todos, sin distinciones. En Argentina tienen rango constitucional, pero son letra muerta: buena parte de la población pasa hambre, muere por enfermedades evitables, no tiene trabajo ni vivienda digna. Conocen del Estado la cara más tétrica: la policía y las cárceles. El desafío, entonces, es organizarse para hacer valer los derechos. Y convertir las frías promesas del Estado en herramientas de la protesta social.
3. Las leyes, como las cárceles, las hacen personas de carne y hueso. Las leyes, como las cárceles, tienen historia. Los que hoy reconocemos como derechos civiles básicos datan de fines del siglo XVIII y, en rigor de verdad, no eran para todos: la misma revolución francesa que proclamó la igualdad, la libertad y la fraternidad definía al tráfico de negros como “comercio nacional”. Desde entonces, cada derecho conquistado requirió largas luchas sociales. Desde mediados del siglo XX, tras las guerras mundiales y el nazismo, los gobiernos llegaron a acordar –bastante universalmente- sucesivas y contundentes declaraciones de derechos, incluida una ampliación hacia los “económicos, sociales y culturales”, y por supuesto el reconocimiento más específico hacia los niños. “Los derechos no son dádivas sino que son conquistas sociales, alcanzadas a través de la lucha en distintos lugares del mundo y a lo largo de la historia por grupos de personas en situación de desventaja”, remarcan los múltiples autores del Manual coordinado por Esteban Rodríguez, Mariana Relli y Gabriel Appella, y publicado con el sello de la Facultad de Periodismo platense, el Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ) y la organización político-cultural Galpón Sur, integrante del Frente Popular Darío Santillán. Los principios establecidos en aquellos pactos no son despreciables a la hora de proyectar sobre bases firmes una sociedad igualitaria, aún cuando están preñados por una filosofía individualista. Constituyen una buena base en países como el nuestro, donde la Constitución –desde 1994– otorga un rango constitucional a acuerdos como la Convención Internacional sobre los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes que el Estado argentino firmó, lo que lo obligó a adaptar la legislación local. Eso no significa que haya ocurrido lo mismo con las estructuras institucionales y mucho menos con las costumbres que las acompañan. Son pasos. Una vez conquistados los derechos en la letra, la lucha consiste en darles vida.
4. “Los derechos se tienen cuando se ejercen”. La máxima del poeta cubano José Martí recorre la publicación destinada a las organizaciones sociales, que lleva por título El derecho a tener derechos. La clave está en repasar todo lo que el Estado ratificó y forjar estrategias para hacerlo valer. Un capítulo íntegro está dedicado a fundamentar el derecho a la protesta, considerado “el nervio de la democracia”, la garantía de los demás derechos. Y lo más interesante es que todo el Manual piensa en un interlocutor colectivo más que en un ciudadano suelto: “La única manera de garantizar su ejercicio, sobre todo al interior de los sectores marginados, en situación de desventaja y vulnerabilidad, es la organización (…) No hay derechos sin organización”. En la génesis del libro hay un largo trabajo previo. Por un lado, en lo inmediato, talleres realizados con los militantes de los barrios en torno a temáticas abordadas en los distintos capítulos: los derechos frente a abusos de las fuerzas de “seguridad”, los alcances del denominado derecho a la ciudad y estrategias de comunicación comunitaria para superar el “bloqueo mediático”. “Con este Manual pretendemos responder a una demanda concreta de las organizaciones sociales en un contexto de fuerte desigualdad social, violencia policial y persecución política y judicial”. Por otro lado, traduce toda una experiencia previa de asesoramiento y defensa judicial de activistas, sumada a la reflexión académica sobre la criminalización de la protesta social desde un seminario organizado en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. De hecho, el Manual se distribuirá junto con un documental ofrecido como material de discusión, “Marche preso”, que enfoca el caso del militante Gabriel Roser, víctima de una causa fraguada que lo mantuvo en prisión durante más de un año y medio (La Pulseada N 35). Los abogados del CIAJ no sólo probaron la inocencia en un juicio público, sino que antes lograron un fallo trascendental del juez Luis Arias, que prohibió al Ministerio de Seguridad el uso en comisarías de los “álbumes de sospechosos” –fundamentado hasta entonces con un decreto de la dictadura de Onganía-.
5. A Roser lo incluyeron en un “book” o “libro de malvivientes” una de las tantas veces que lo levantaron por averiguación de antecedentes, ese eufemismo que esconde privaciones de la libertad por “portación de rostro” y, en su caso, como represalia a la militancia. “Todos tenemos derecho a transitar libremente y nadie puede ser privado de su libertad sin orden de una autoridad competente”. Sin embargo, la captura por “doble A” es una práctica habitual. “No nos están deteniendo sino demorando. La detención la dispone solamente el juez a pedido del fiscal, salvo que nos hayan encontrado in fraganti, cometiendo un delito”, detalla el Manual en el capítulo donde explica qué hacer frente a las diversas formas de violencia policial, que van desde las aprehensiones y cacheos arbitrarios hasta las torturas y los fusilamientos conocidos como “gatillo fácil”, pasando por la infiltración en las protestas, los allanamientos masivos y el armado de causas. “Las demoras por averiguación de identidad suelen ser el pretexto más utilizado por la policía (…) Es una práctica que se encuentra tan naturalizada y resulta aparentemente una rutina tan inofensiva, que parece inútil o difícil cuestionarla”. Sin embargo, la ley impone tres condiciones para justificar esa “limitación de la libertad” que no puede durar más de 12 horas. La primera es una sospecha fundada. La segunda es que la persona se niegue a identificarse o no porte documentos. Y la tercera es que no se trate de alguien conocido por los policías; es decir, no pueden detener un día tras otro al mismo ciudadano con la excusa de averiguar quién es. “Estas intervenciones policiales que no constituyen en sí mismas un delito ni una falta, pueden transformarse en un delito o una falta grave si se las proyecta en el tiempo, si se las relaciona unas con otras, es decir, si no se las piensa aisladamente”, sugieren los autores. Su regularidad y “el hecho de que los individuos objeto de estas persecuciones sean siempre jóvenes, pobres y morochos e incluso casi siempre los mismos jóvenes, pobres y morochos, vuelve abusiva, discriminatoria, violenta y por ende ilegal, a la intervención de la agencia policial”. Y así llegamos al meollo de la cuestión, que va más allá de la judicialización de la protesta. El problema de fondo recibe entre los académicos un nombre que ya trascendió a otros ámbitos: criminalización de la pobreza.
6. La artimaña no es sólo de la prensa, que habla de los problemas sociales en sus páginas policiales. Sucede también en la política pública: los principales “operadores de calle” que conocen los jóvenes empobrecidos son los agentes de las fuerzas represivas. Eso motivó un recurso el habeas corpus elaborado por Julián Axat, defensor oficial del Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil (La Pulseada N 64) que desató una tormenta mediática al obtener un fallo favorable. Axat detalló los modos en que se cercena la libertad de menores de edad con “ilegales, arbitrarias e inconstitucionales figuras policiales que se llevan a cabo sin el debido control judicial del fuero especializado”, entre ellas la “averiguación de identidad y medios de vida”, y la llamada “entrega de menor”, rémora del viejo sistema del Patronato que fue reemplazado por un nuevo paradigma acorde a la Convención de derechos de la niñez (La Pulseada N 13, 28, 31 y 58). Otro abuso señalado es el encierro por contravenciones. El Comité contra la Tortura de la Comisión por la Memoria bonaerense, que presentó un amicus curiae (recurso que implica presentarse como “amigo del tribunal” para aportar al debate), aprovechó para señalar que “la mayoría de las figuras contravencionales del código de faltas de la Provincia se acercan a lo que se conoce como ´derecho penal de autor´, es decir, aquel que no llega a describir acciones sino a lo sumo carencias y capacidades”. Contra lo prescrito por la Constitución, se sancionan categorías de personas y modos de vida desviados: “no te condeno por lo que hagas, sino por lo que sos, o simplemente por apartarte de conceptos de la moral”. En su decisión final, el juez Arias no hizo más que refrescarle la ley al Ministerio de Seguridad y pedirle que la cumpla. Indicó que los menores de 18 pueden ser detenidos pero sólo si están cometiendo un delito, y siempre bajo ciertas condiciones: no pueden ser alojados con adultos y, por supuesto, debe darse participación al ámbito judicial específico. No se los puede encerrar para identificarlos o por una simple contravención. Tampoco por presentar una situación de desamparo: eso es tarea para los servicios sociales, no para una fuerza de “seguridad”. Con la mayoría de los medios desvirtuando el contenido de la sentencia, parte de la población puso el grito en el cielo. La prisión ha calado tan hondo en nuestra cultura que muchos tienen las rejas en la cabeza. Como si fuese ley que quien no tiene techo y pasa hambre, merece el encierro.
7. Y así fue durante casi un siglo, mientras tuvo vigencia el Patronato, cuyo reemplazo es una prueba contundente de que los derechos son conquistas sociales. Fue ardua la puja de numerosas organizaciones para derribar aquel sistema retrógrado. Cuando terminaba el año 2000, el Día de los Santos Inocentes, la Legislatura bonaerense sancionó una “ley para la protección integral de los derechos del niño y el adolescente”, pero fue trabada durante años, primero en el Poder Judicial y luego en el mismo Senado que la había votado. En esa batalla nació el Foro por los Derechos de la Niñez, la Adolescencia y la Juventud de la Provincia de Buenos Aires, que hoy milita la implementación efectiva de la Ley de Promoción y Protección, que está a mitad de un camino lleno de obstáculos. Algo análogo sucede con la ley bonaerense que establece el Fuero Penal Juvenil, otra norma de avanzada que se abre paso en un contexto hostil: no sólo porque los recursos dispuestos son insuficientes y los discursos políticos son contradictorios, sino porque se trata de procedimientos para aplicar una ley penal con otra impronta. El Congreso nacional no ha sancionado un sistema de responsabilidad juvenil acorde a los compromisos internacionales del país, y todavía rige para los “menores” la ley penal de los años de plomo. “Soy parte de la generación que nació a la vera de un proyecto de infancia” de la dictadura “que para protegernos y sacarnos del abandono moral y material, nos dio trato de objetos, de cosa”, escribió el defensor Julián Axat, que tiene la edad que tenían sus padres cuando fueron secuestrados y desaparecidos, y él era un bebé de 7 meses. “Estoy seguro que aquellos que hoy tienen entre 31, 32, 33 años, sean de la extracción social que sean, hijos de desaparecidos o no, vivieron de algún modo u otro los estertores de la dictadura: las razzias policiales que nos llevaran alguna vez a una comisaría, los jueces que como ´buenos padres de familia´ nos daban un sermón y si no nos liberaban por piedad, nos mandaban por carta de pobreza a los institutos”. En esa época, reconoce Axat, todavía persistía una “posibilidad de salir, de encontrar un laburo, una changa, o de vivir de los viejos hasta la mayoría de edad. El futuro todavía estaba ahí” y “era una promesa alcanzable”. En cambio, “los pibes que nacieron en los ’90, los que ahora tienen entre 14 y 18 años (…) son los que hoy forman parte de la llamada pobreza estructural, donde el futuro no existe, ni es una promesa”. En otras palabras: nacieron cuando el Estado remató sus recursos y renunció a garantizar el acceso público a la salud y la educación. Se criaron entre quiebras de empresas y telegramas de despido, changas insalubres y clasificados sin respuestas. Vivieron sin techo y crecieron con hambre, mientras el Estado firmaba muchos inventarios de derechos pero no garantizaba ni uno.
8. Resulta perverso hacer responsables de la inseguridad a pibes de quienes nadie nunca se hizo responsable. Es cínico cargar todo el peso de la ley penal sobre quienes son, ante todo, los más fieles testigos del incumplimiento colectivo de normas más importantes. “Los derechos humanos no empiezan ni terminan en declaraciones o en las constituciones que los reconocen como tales. Esa es una primera parte que habrá que completar a través de la implementación de políticas públicas universales, protegiendo y privilegiando a las distintas minorías y grupos desaventajados”, insiste el Manual y suena más sensato que pedir represión. Sólo en La Plata hay 300, 500, quizá mil pibes que viven o trabajan en la calle. No tienen seguridad de dónde van a dormir cada noche. Tampoco pueden estar seguros de si van a comer. El Estado debe dar un trato especial a esos sectores vulnerables, una “sobreprotección” en palabras del reconocido jurista Roberto Gargarella, ferviente defensor del derecho a la protesta. Justamente, la Convención vigente desde 1990 establece que los niños gozan de los mismos derechos que los adultos, más los específicos por su especial condición de personas que están en proceso de crecimiento: “en todos los países del mundo hay niños que viven en condiciones excepcionalmente difíciles, (…) esos niños necesitan especial consideración”.
9. Ese sentido tiene la Ley de Promoción y Protección Integral de Derechos de la Niñez, no casualmente respaldada por numerosas organizaciones sociales vinculadas a la infancia. El problema es la abismal distancia entre la legislación y su implementación, evidente en el escaso presupuesto destinado a que los municipios consoliden sus servicios sociales. El mes pasado, el Foro que nuclea a aquellas organizaciones difundió un documento que puntualiza una veintena de ítems en los que, contra lo que indica la ley, el Estado está ausente. La carencia de programas de acceso prioritario a planes de salud, educación y ambiente sano; la inacción frente a la constante vulneración del derecho a la identidad de quienes ni siquiera cuentan con un documento; y la precariedad de condiciones en que trabajan los profesionales son sólo algunos de ellos. Tampoco se implementó el prometido Programa de Apoyo a la Familia nuclear y extensa, y ni se completó debidamente la transformación del Poder Judicial. Como contracara, el Estado es activo y persistente en las “internaciones en clínicas psiquiátricas mediante convenios de tercerización, que constituye una privatización encubierta del sistema asistencial”. Todas estas falencias son detectadas por sectores de la sociedad civil desde sus ámbitos de militancia, pero tampoco hay un registro sistemático, pues no se constituyó la figura del “Defensor de Niño” y desde el Observatorio Social no se monitorean las condiciones de detención de los jóvenes penalizados. Sin voluntad política, las leyes quedaron a mitad de camino. Y los chicos, en la calle.
10. En ese contexto sobrevino el accionar de grupos parapoliciales: la violencia que rebalsó el vaso. En el centro del conflicto quedaron los pibes que sobrevivían en la Glorieta de la Plaza San Martín, a los que algunos medios estigmatizaron como “la banda de la frazada” o como menores delincuentes “sin límites” que se quejan “sin argumentos” del maltrato policial (La Pulseada N 63). El episodio del 25 de julio, asimilable a la presencia de escuadrones de la muerte en la ciudad, reunió con preocupación a varias organizaciones que se sumaron al grupo de Autoconvocados que asistía a esos chicos frente a la ausencia de la cara “social” del Estado; entre ellos, el colectivo De eso no se habla, integrado por profesores y abogados críticos de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Así fue que, junto al reclamo en las calles, se gestó un recurso de amparo donde se denunció a los Estados provincial y municipal por el incumplimiento de los pactos internacionales de derechos humanos, de la Convención de los Derechos del Niño, y de leyes internas. “Ciertamente que son valiosas las acciones emprendidas por este grupo de personas, pero ese compromiso comunitario no puede y no alcanza a sustituir la intervención estatal”, advertía la presentación. El pedido fue avalado, entre otros, por la Asociación Miguel Bru, el colectivo La Cantora, una cátedra de la Facultad de Trabajo Social e inclusive dos madres de chicos vulnerados. Y casi al mismo tiempo, la asesora de menores Margarita Gutiérrez hizo una demanda similar –aunque con matices jurídicos– señalando “omisiones e incumplimientos” en las políticas de protección a la niñez. Su escrito, que aludía en general a los chicos que sobreviven y trabajan en la calle, tuvo una rápida respuesta favorable, pero el juez no fijó plazos a las medidas cautelares que exigía al gobierno. En ambos casos, los actuaciones judiciales planteaban una alarma –una más– por la violación de derechos de los mismos pibes que los medios comerciales criminalizaban. En la Plaza San Martín llevaban varios meses a la intemperie y ya habían sido noticia. Eran varias las organizaciones alertando que terminarían por matar a alguien, o los matarían a ellos. Ocurrió: un chico de 12 años que vendía flores en el centro, Pedro Oyarse, murió atacado con el pico de una botella por uno de 14, que sobrevivía sin techo mientras la droga lo consumía.
11. Pero no fue esa muerte la que conmovió al gobernador Scioli, sino la de un ingeniero de San Isidro. Otra vez, la inseguridad en la vidriera de la política. “Es uno de los temas favoritos de los medios de comunicación masiva pero también uno de los ítems centrales de la agenda del Estado”, se cuestiona en el Manual de Derechos Humanos: “Si observamos el presupuesto que anualmente el gobierno nacional o provincial destina a este rubro y lo comparamos, por ejemplo, con el que disponen para el área de salud o educación, enseguida nos daremos cuenta cuáles son las preferencias de los funcionarios”. Lo peligroso es que “la seguridad es percibida como un problema policial” y eso implica, ante cada crisis real o imaginada, más policías y más armas en la calle. “Esa ´lucha contra el delito´ también implica aumentar las penas; multiplicar los delitos o las contravenciones a través de la sanción de códigos de convivencia urbana; disminuir la edad para la imputación de delitos; inaplicar la excarcelación o, lisa y llanamente, legitimar las facultades discrecionales que la policía se arroga para mantener el orden (…) El aumento de la población carcelaria, pero también el aumento de las detenciones por averiguación de identidad, del gatillo fácil, la tortura, o la muerte de personas bajo custodia policial, son una consecuencia directa de este modelo que reconocemos enseguida con el nombre de ´mano dura´ o ´tolerancia cero´”. En ese camino se colocó sin dudarlo el gobierno provincial, y también una parte de la ciudadanía acogió con gusto la posibilidad de encerrar a los chicos desde los 14 años. El jefe policial bonaerense sembró en la prensa cifras falseadas sobre la delincuencia juvenil, y se desdijo cuando ya había cosechado la tempestad esperada. En la vereda de enfrente no sólo quedamos quienes queremos una sociedad inclusiva, sino también el arsenal de pactos internacionales que Argentina debería cumplir.
12. La primera audiencia entre las organizaciones sociales que presentaron el pedido de amparo y los representantes estatales, ocurrió el día posterior a que el Ejecutivo bonaerense anunciara su propuesta de reducir la edad de imputabilidad. En el juzgado, los abogados y funcionarios enviados por el área de niñez bonaerense se quejaban de que estaban “politizando el tema” cuando les señalaban la incongruencia entre las fantásticas líneas de trabajo que decían tener y la “solución” ofrecida por su gobernador. En esa frontera caliente entre lo judicial y lo político, el amparo promovido para los chicos de la Plaza San Martín tuvo el mérito de invertir la regla: contra la costumbre de criminalizar la protesta social, lo que se llevó a los Tribunales fue la inacción gubernamental. Aquel límite difuso volvió a tensarse, pero esta vez para que el Estado se hiciera cargo de sus promesas y no para silenciar a los que lo reclaman. El recurso fue recibido en el juzgado de Luis Arias, el mismo que prohibió los “álbumes de sospechosos” y que ordenó, por ahora sin demasiado éxito, que cesara el abuso policial sobre los chicos. “A esta altura resulta claro que sólo con buenos diseños y buenas intenciones no se logrará el pleno cumplimiento y restablecimiento de los derechos vulnerados por circunstancias socio-culturales de larga data en nuestra región”, evaluó Arias en su sentencia del 10 de noviembre, después de dos audiencias con las partes: “por el contrario, se requiere de la implementación efectiva y eficiente de los programas y estrategias mediante la dotación de infraestructura y recursos humanos y materiales, que trabajen en coordinación con las distintas áreas del Estado y con las organizaciones no gubernamentales”.
13. El magistrado consideró evidente que los refugios ofrecidos por el Estado “no son suficientes en relación a la cantidad de niños, niñas y adolescentes en situación de calle que han sido relevados por el Servicio Local” y por eso intimó a que se establezca otro parador, “para cubrir las necesidades básicas de alimento, higiene, descanso, recreación y contención, de los niños, niñas y adolescentes que requieran esta asistencia, sea en forma espontánea o a requerimiento de quienes puedan peticionar por ellos, y que funcione durante las veinticuatro horas del día”. La resolución remarca que deberán destinarse “todos los esfuerzos humanos y presupuestarios” y que “dicho centro deberá contar con asistencia terapéutica, talleristas, asistentes sociales, asistencia médica, y operadores con experiencia en tratamiento de adicciones”. Entre otras medidas el juez también ordenó “difundir ampliamente en los medios de comunicación masiva de mayor circulación en la ciudad de La Plata, los principios, derechos y garantías de la niñez y la adolescencia (…) como así también la línea telefónica” del servicio local de protección, que deberá funcionar las 24 horas y no durante el día, como era hasta entonces, desafiando al sentido común y a los registros que acreditan que las emergencias ocurren de noche. Haber incluido esa concientización entre las medidas de amparo es interesante porque admite que en la sociedad hay quienes desconocen esos derechos. Sin ir más lejos, mientras se dirimía la demanda y a semejanza de San Isidro, la ciudad tuvo su propia marcha por la seguridad, convocada por una cámara de empresarios y fogoneada por el diario El Día. El propio intendente sonrió entre discursos de derecha y platenses asustados. “Si a los menores peligrosos los ampara la ley, a los vecinos decentes, ¿quién los ampara?”, decía una pancarta reproducida por el peligroso matutino. Una vez más la atención sobre los menores aparecía después del delito, pidiendo penas y no protección. La remisión a un tiempo en que –en estas mismas tierras– no había cárceles nos advierte que existe otra lógica que la del enemigo y otros recursos, distintos del castigo.
14. Una de las prisiones mandadas a la América india en el siglo XVI fue a parar a la comunidad tojolabal, que a la fuerza importó la justicia punitiva que aquí conocemos bien y hasta creemos “natural”. Se trata de una de esas culturas de las que tendríamos mucho que aprender pero llevamos cinco siglos ignorando –en el mejor de los casos. Contra la opinión de sus pares, el lingüista Carlos Lenkersdorf asumió hace tiempo ese desafío y plasmó sus aprendizajes en varios libros y diccionarios. En la propia lengua encontró claros indicios de una sociedad distinta: las palabras enemigo y castigo, por ejemplo, no existen. Tampoco tienen forma de nombrar las nociones rico y pobre, y lo que sí predomina, mucho más que en nuestras sociedades, es el uso del nosotros. En 1972, cuando Lenkersdorf tuvo su primer contacto con representantes de varias comunidades en Los Altos de Chiapas, advirtió esa marca diferencial: en ese momento, sin comprender ninguna conversación, escuchó la reiterativa expresión “talatik, talatik, talatik”. “Al terminar la reunión pregunto a un sacerdote presente y él comienza a explicar que el -tik, -tik, -tik, que quiere decir nosotros, es un distintivo de la lengua tzeltal y de todo el pueblo. El nosotros predomina no sólo en el hablar, sino también en la vida, en el actuar, en la manera de ser del pueblo”. Y no se trata de una historia del pasado: se trata de contemporáneos nuestros, que hoy habitan el sureste de México. “La presencia del delincuente muestra que la sociedad tojolabal no está libre de conflictos”, aclara Lenkersdorf pero marca la diferencia: “En la sociedad dominante, el delincuente representa al enemigo potencial, pero los tojolabales no lo perciben así. En lugar de castigarlo hacen todo lo posible para recuperar al delincuente y reintegrarlo a la sociedad del NOSOTROS (…) De este modo, se explica la ausencia de los términos de enemigo y mal/malo. No es una sociedad utópica, ni ingenua, sino muy consciente del significado de la convivencia social y del peligro de la autoestima de representar a los buenos y a los justos”.
15. En estos pagos, en cambio, la idea de que nadie es delincuente por determinación genética hay que militarla para que algunos la entiendan. Eso hicieron las organizaciones más cercanas a la problemática de los chicos en situación de calle cuando advirtieron la avanzada de un discurso que alcanzó las esferas gubernamentales más altas, con la propuesta punitiva de Scioli y la queja de la presidenta Cristina Kirchner hacia los jueces que “liberan, liberan y liberan”. El 31 de octubre la Asamblea Permanente por los Derechos de la Niñez realizó una “Marcha por la seguridad de todos los pibes”, buscando disputar la bandera en la que algunos sectores esconden un pedido de represión. “Inseguridad es morir de hambre y no tener futuro”, rezaba la convocatoria que se repartió incluso en la concentración organizada días antes por comerciantes atemorizados. “Saquemos a los chicos de la calle… Con vivienda, educación y trabajo para sus padres. No con la cárcel”, interpelaba un volante. Y las paredes de la ciudad acogieron la contundente consigna “Ningún pibe nace chorro”, en oposición al proyecto oficial que actualizó la vigencia de aquella escena imaginada por Quino donde la policía encierra bebés como acción preventiva. En el mismo sentido, el 12 de noviembre el Foro encabezó otra marcha, aglutinante de tal diversidad que incluyó partes del Frente para la Victoria y la Coalición Cívica, sectores políticos que –contradictorios, oportunistas o ingenuos– también hicieron guiños en la marcha por la seguridad de los comerciantes y los “vecinos decentes”. Con el lema de que “vuelvan a ser los únicos privilegiados”, la nueva movilización partió de la República de los Niños, emblema platense de una sociedad bastante inclusiva que en los pibes veía futuros ciudadanos y no delincuentes en potencia. Hasta el gobierno peronista que creó el parque recreativo ubicado en Gonnet, los adolescentes eran imputables desde los 14 años. La ley de familia sancionada en diciembre de 1954 estableció tres categorías además de los adultos. Los menores de 14 estaban, como siempre, eximidos de todo castigo. Entre esa edad y los 16 sólo podían recibir una “sanción”, lo que implica que eran prácticamente inimputables. En tanto, los jóvenes de 16 a 21 años eran punibles pero debían tener un tratamiento particular en su eventual encierro. En 1976 la imputabilidad volvió a los 14 años, aunque fue la misma dictadura la que volvió a elevarla a 16 –con consideraciones especiales hasta los 18- al decretar el régimen penal de minoridad que sigue vigente. Además de impugnar el encierro de los chicos cada vez más chicos y reclamar la plena vigencia de la ley de niñez, la marcha del Foro reclamó una asignación universal para todo menor de 18 años, sin distinciones. Otra vez, se trataba de decir que no hay pibes buenos y malos sino explosivas desigualdades que es imperioso superar.
16. Estamos lejos de tener una justicia no punitiva, pero empezar por reconstruir un sentido comunitario sin exclusiones sería fantástico. En pueblos como el tojolabal esa actitud es tan fuerte que decir “uno de nosotros cometió un delito” no es válido, sino que utilizan la expresión: “june ja ke´ntiki jta´tik jmul” (Uno de nosotros cometimos un delito). “Según las reglas de la sintaxis del español, la frase está mal construida. Pero no lo piensan así los tojolabales, porque el NOSOTROS se sabe corresponsable del delito del delincuente. A éste lo siguen considerando hermano y miembro del grupo”, explica Lenkersdorf. “Obviamente, el NOSOTROS se sabe aglutinado por una cohesión por la cual el grupo o el NOSOTROS es más fuerte que el delito individual y, por ello, no se rompe la relación con el delincuente. Por consiguiente, no aparece en ese momento el castigo como lo hace en el contexto de la sociedad dominante. De hecho, en tojolabal no hay palabra que corresponda a ´castigo´. Se emplea el término del español para referirse al hecho punitivo. La justicia tojolabal, pues, escoge otro camino, no punitivo ni vengativo, sino restitutorio o de reincorporación”. Quizá sea hora de tener algo de esa sensibilidad, aunque nos haga sentir un dolor insoportable: el de admitir –en plural– que matamos a Pedro y que seguimos robando infancias. Un dolor que nos impide pensar en más rejas y sólo justifica un miedo: el miedo a lo que nos hemos convertido. Es hora, en fin, de hacernos cargo de un nosotros. Abandonar los cepos y los grilletes, admitir que no hay buenas cárceles y dejar de cometer nuestro peor delito: el hambre.